A veces para definir un concepto es clarificador decir lo que no es: lo salado es algo que no es dulce. Así, comienzo este artículo aclarando que la extimidad no es lo contrario a intimidad. Se trata de un concepto acuñado primeramente por el filósofo francés Jacques Lacan, en la segunda mitad del siglo pasado dentro del contexto del psicoanálisis, para definir aquellos aspectos de la intimidad que se debían compartir con el psicoanalista en la terapia. Hoy en día, el término “extimidad” se usa en el contexto de la “cultura digital” para referirse a la voluntad de hacer pública o externa la intimidad.
Esto quiere decir que, practicamos la extimidad cuando, a través de las redes sociales, estamos decidiendo hacer pública una parte de nuestra vida íntima, esperando como recompensa, la valoración o escrutinio del público a través de los likes, comentarios o el alcance que tengan nuestras publicaciones.
Me topé con este concepto por serendipia, cuando estaba investigando acerca de la forma en la que los seres humanos estamos abordando el profundo proceso de cambio de una cultura analógica a una digital, y me sorprendió su vigencia.
¿Qué nos ha estado pasando desde que convivimos con los teléfonos inteligentes, sus cámaras y su conexión con el mundo a través de internet, o desde que podemos relacionarnos con los “otros” a través de una dimensión virtual?
Desde la década del 80’ asistimos al comienzo del fin de una cultura marcada por las verdades absolutas construidas por una comunicación unidireccional en la que unos pocos poderosos seres humanos, dueños de los medios de comunicación masiva, decidían lo que el resto de los consumidores de información debíamos conocer.
De la mano de la radio y la televisión aprendimos lo que la sociedad industrial quería que aprendiéramos y consumiéramos, y desde allí, construimos una identidad de cara al estereotipo de hombre y mujer, de consumidor/a, de trabajador/a, de ciudadano bueno, obediente y dócil, que la sociedad esperaba que cumpliéramos.
En esa cultura analógica la intimidad estaba resguardada por los límites del hogar. Al ingresar a nuestras casas dejábamos afuera la esfera de lo público e ingresábamos a un espacio físico en el que podíamos “ser auténticos” en el ámbito de lo íntimo. Hoy día, cuando ya no solo somos consumidores, sino además productores de información y de “verdades”, necesitamos estar permanentemente contando lo que hacemos y pensamos y a la vez observando lo que otros piensan y hacen. Hoy, apenas ingresamos a nuestra casa, nos conectamos con el mundo exterior a través de nuestras pantallas, eliminando la intimidad de ese espacio privado.
Antes del fenómeno de internet y las redes sociales, lo íntimo se tendía a mantener oculto: “la ropa sucia se lava en casa” reza el refrán, que también sirve para explicar que muchas situaciones de violencia, malos tratos o abusos, no salieran a la luz hasta que la situación ya se hacía evidente.
Aparentar o tratar por todos los medios de ser lo que la sociedad esperaba de nosotros implicó vivir vidas en las que, la búsqueda de la identidad estuvo condicionada por el cumplimiento de ese status social. Estudiar, trabajar, casarse, tener hijos, jubilar, era una secuencia lógica cuya alteración constituía una anomalía del sistema, un ser “anormal”, un paria, que era etiquetado como alguien malo, flojo, enfermo o loco.
En cambio, en esta sociedad líquida, atravesada por lo digital, en la que ser diferente es un valor atesorado, develar ciertos aspectos de la intimidad es considerado como un acto de espontaneidad, transparencia y genuinidad.
Paula Sibilia, antropóloga argentina, nos habla en su libro “La intimidad como espectáculo” de la extimidad como un cambio profundo en la forma en que las personas van construyendo su identidad a través de la exposición de la intimidad. Es como si la existencia misma solo se validara a través del “aparecer” ahora en redes sociales, y el éxito se midiera en cantidad de likes y seguidores. Para Sibilia la extimidad vendría siendo una intimidad que nace para ser exhibida.
Para ser reconocidos entre la multitud de la red, debemos decir algo o mostrar imágenes que sorprendan, que capturen la atención, al menos por un segundo de un público que en actitud voyeurista, hurga en la intimidad de los conocidos y los no tanto, como un permanente recordatorio de que el pasto del vecino siempre es más verde que el nuestro. La sensación es que la vida del resto es mejor que la nuestra.
Lo esencial ya no es invisible a los ojos y en esta casa de cristal en la que habitamos, la barrera entre lo público y la privado se licuó. El valor agregado de las selfies que exhiben cada instante de la vida, está cambiando la forma en que nos construimos como sujetos, la forma en que nos definimos. Nuestra identidad ya no habita en el interior de nuestro ser. Lo introspectivo está debilitado y con ello, nuestra autopercepción construida a partir de la extimidad compartida, no está ayudando a consolidar una autoconsciencia que nos transforme en seres auténticos y genuinos.
Cada vez nos definimos más a través de lo que podemos mostrar y que los otros ven. La intimidad es tan importante para definir lo que somos que hay que mostrarla. Parece que solo cuando mostramos la belleza de un plato podemos disfrutar de la comida. Subimos lo que hacemos a través de imágenes para demostrar quienes somos, para “aparecer” porque tenemos la sensación de que sólo la extimidad confirma que existimos. Si la experiencia no es exhibida no existe, no vale, no nos aporta, no nos construye.
Hablar, contar lo que sentimos y pensamos en las redes sociales equivale a abrir el corazón a un amigo. Y el ser escuchado se percibe a través de los likes que nuestra publicación obtiene, validando entonces nuestra percepción de reconocimiento o invisibilizándonos. Solo somos si “aparecemos” en las redes y tenemos likes.
El problema para mí surge al reconocer que los algoritmos de las redes sociales nos llevan a habitar en una cámara de eco en la que comenzamos a recibir solo noticias e información relacionada con nuestros propios intereses y gustos, por lo tanto, todo lo que vemos y leemos en la red habla en realidad sobre quienes somos y lo que hacemos.
Incluso si estamos buscando pareja en internet, los algoritmos van a filtrar en función de las categorías de interés que hemos ido mostrando, por lo que estamos impidiendo nuestro contacto y acceso a “lo diferente”.
La extimidad o la intimidad que mostramos voluntariamente, no está retratando nuestro ser más genuino sino aquella máscara que elegimos sea pública. No se trata de subir cualquier fotografía, pero las imágenes fotoshopeadas, los entornos perfectos, las vidas maqueteadas no nos están ayudando a hacer ese cambio de paradigma de la cultura analógica vertical, opaca y productivista a la nueva cultura digital que se supone debiera ser más transparente, horizontal y genuina. Esta extimidad nos retrotrae más bien a esa sociedad industrial que rendía culto al doble estándar y que tanto se critica.
Es decir, sufrimos el fomo (fear of missing out) al sentir pánico por creer que, si nos perdernos algo de lo que está exhibiéndose en las redes sociales, o si no posteamos, o damos likes, o hacemos comentarios inteligentes en LinkedIn, no seremos considerados, o sea, no existiremos para la red.
La extimidad nos está impidiendo el acceso a esa autoconsciencia que nos lleva al aprendizaje profundo, a esa introspección del camino del héroe, a esa búsqueda de la identidad que surge tras el cuestionamiento crítico de los estereotipos, de los encorsetamientos sociales impuestos. Nos estamos quedando con una construcción identitaria que solo se alinea con lo “aceptado”, lo que recibe likes en internet.
No podremos crecer, cuestionar, desafiar, madurar, innovar, mientras nos quedemos estancados en esta dinámica de la extimidad que nos adormece y reduce nuestras posibilidades de salir de la caja, de pensar desde otro punto de vista, de celebrar las diferencias con pensamiento crítico y complejo.
Finalmente, el mayor problema de este voyeurismo emocional que nos mantiene atados a los dispositivos móviles y a la adicción a la extimidad, es precisamente su capacidad para ir produciendo más tolerancia a sus efectos, y por tanto, cada vez necesitaremos impresionar más a nuestra audiencia que clamará por más y más extimidad.
¿Hasta dónde o hasta qué estás dispuesto/a a develar por un like?
¿Cuál es el precio que estamos pagando por pertenecer, por “aparecer” y ser reconocido en la red?
¿Esa extimidad que estamos subiendo a las redes, habla realmente sobre quiénes somos?
Lo más probable es que no sea mi generación la que mejor pueda responder a estas interrogantes, ya que, para aquellas personas que nacimos sin internet ni smartphone, esta realidad supone un cambio tan profundo en nuestros paradigmas, que es difícil prescindir del juicio.
Y aunque intento no juzgar, sí me permito compartir mi asombro sobre la conservación del doble estándar que está, ahora en red igual que antes en el mundo analógico, poniendo el “parecer” sobre el “ser”, y esa es mi motivación de poner sobre la mesa el concepto de extimidad.
¿Qué opinan?